Georgia, 1861

Su visión del mundo era singular.

Sus ojos, asimilados a dos lentes caleidoscópicas, brillantes y poliédricas, percibían una realidad desmenuzada en sus componentes esenciales. Así, lejos de reconocer formas, volúmenes o escenarios temporales, su percepción de lo real se circunscribía a las densidades atómicas de todo aquello que le rodeaba; de modo que tan solo era capaz de conceptualizar los distintos objetos haciendo comparaciones del tipo «esto es más denso que…» o «eso otro es menos denso que…»

Dada su naturaleza etérea, inaprensible como sus eones de existencia, sería del todo improcedente asociarle un nombre, una solitaria y diminuta palabra incapaz de abarcar sus gigantescos tentáculos, hechos de materia oscura y de tiempo. Una vez inventariado su mundo de procedencia, se hallaba enfrascado en la apasionante aventura de descubrir los maravillosos tesoros que a buen seguro se ocultaban en los fecundos oasis de materia bañada por la luz estelar.

A decir verdad, su conocimiento de aquel planeta azul se limitaba a las lecturas que mucho tiempo atrás hiciera de las Crónicas escritas por algunos de sus congéneres, donde estos hablaban de cosas tan asombrosas como los delicados recipientes que contenían fluidos que estaban vivos. Y en aquel preciso momento, varios de aquellos curiosos objetos se hallaban en el mismo centro de un claro de bosque, ligeramente más densos que los fríos gases que los envolvían. Al pensar en lo frágiles que eran aquellas criaturas, no pudo evitar que se le dibujara una sonrisa de pura ironía en su indescriptible rostro.

Isaías Adams amaba la vida. Paradójicamente, su existencia no había sido ni de lejos un lecho de rosas, pues para un esclavo negro como era él la fortuna o la desdicha nacían siempre de los caprichos del Amo. ¡Era tan fácil dar de beber un trago de agua fresca, o, en su defecto, soltar un desgarrador latigazo como respuesta a una determinada conducta! Se trataba, en efecto, de una versión siniestra del gran juego blanco y negro, donde el caballero sureño de tez pálida jugaba a ser Dios, administrando de forma arbitraria los premios y los castigos. Por su parte, el musculoso esclavo de cara carbón debía actuar en todo momento de la misma manera que se esperaba que se comportara cualquier animal de carga digno de ser alimentado.

A pesar de aquellas jornadas de trabajo embrutecedor en las inabarcables plantaciones, el joven Isaías no perdía jamás su cristalina sonrisa, exhibiendo con descaro sus perlas de marfil, mientras cantaba alegremente a la par que doblaba el espinazo entre las frondosas matas de algodón. Y la principal causa de su desconcertante alegría la constituía su firme creencia en que ni el mayor de los males de este mundo es capaz de dañar o corromper el alma humana, si no se permite que se extinga la llama de la esperanza.

Fue el descubrimiento por parte de su amo de la pequeña Biblia de bolsillo que ocultaba en su precario catre lo que dictó su sentencia de muerte. Así, según las reglas esclavistas, todo esclavo que tuviera la osadía de aprender a leer merecía sin duda la horca, puesto que la cultura depositada en manos de los esclavos era vista únicamente como el germen de la peor de las rebeliones contra el bendecido sistema esclavista.

Isaías Adams amaba la vida, pero los brazos que ahora aferraban su cuerpo, como invisibles cepos aliados de la noche, pertenecían a unos anónimos fantasmas, ataviados con túnicas blancas y ocultando su demoníaco rostro tras un puntiagudo capirote; quienes no se detendrían hasta escuchar con deleite el siniestro crujido de su cuello, una vez que hubiese sido espantado el caballo sobre cuya grupa permanecía sentado.

Fue extraño. Aquel huracán se transformó de pronto en una placentera y tenue brisa cuando el cuello de Isaías se quebró como una pajita, partida en dos por las juguetonas manos de un niño travieso. Él nunca hubiera podido imaginar lo fácil que podía resultar el tránsito hacia la muerte, hacia esa otra realidad que por desconocida se nos antoja más terrible que la vida misma. Una especie de frescor se había apoderado súbitamente de todo su ser, como si se hubiese quedado dormido junto al lecho de un río benigno, y fue entonces cuando reparó en la presencia junto a él de aquel ser inmaterial que había sido testigo mudo de su reciente ejecución.

Tras unos breves instantes de adaptación al nuevo medio, aquel diminuto organismo de materia oscura había optado por refugiarse entre los majestuosos y protectores tentáculos de quien ahora era su hermano mayor y guía al otro lado.

—¡Qué frágiles parecen dentro de su envoltorio de piel! -exclamó el que había sido Isaías Adams abriendo los ojos como un chiquillo ante el escaparate de una pastelería.

—Has hecho una excelente observación, pequeño hermano. No obstante, esos arrogantes seres no merecen que les prestemos mayor atención, puesto que son tan patéticos como para basar su percepción del mundo en un rasgo tan desdeñable como es el color del envoltorio al cual aludes. En cambio, desde nuestro punto de vista, todos ellos no son más que componentes indiferenciados de ese cultivo de átomos al cual llaman «Universo».

Y dicho esto último, el que era llamado El Mesías condujo de la mano a su nuevo compañero hasta las exuberantes y ensoñadoras planicies situadas más allá de los confines de la cara iluminada del Cosmos.

La gran encrucijada (por Baldomero Dugo Navarro)

Al amanecer del día D, las huestes de Gengis Khan, curtidas en el combate en el desierto, infligen una derrota sin paliativos a los panzers de Rommel. Alarmada por el suceso, la reina Cleopatra envía una misiva a su amado Julio César, donde le insta a reforzar las fortificaciones del norte del Imperio. Pero para cuando por fin la recibe, su sobrino Brutus ha decidido asesinar al presidente Lincoln: ese infame tirano que ha sido el azote de los estados sureños.

Por su parte, Napoleón I, autoproclamado ya emperador de Francia, ha tenido a bien invadir el espacio aéreo de Vietnam del Norte, a lo Apocalipse Now.

Si alguien no lo evita antes, la joven democracia ateniense no sobrevivirá al brutal avance de los elefantes de Aníbal, por cuanto los rumores apuntan a que Leónidas y Jerjes sellarán su alianza con un matrimonio de Estado.

A resultas de todo esto, la Comisión Europea ha optado por no financiar el descabellado proyecto de un tal Colón: ¡todo el mundo sabe que la Tierra es plana!

La Historia también la escriben los invisibles

Antigüedades: ANTIGUO PUNZÓN DE ZAPATERO TALABARTERO GUARNICIONERO - Foto 1 - 192607186

Como cada mañana desde hace cuatro años, salgo del cuchitril donde duermo y gateo por las carcomidas escaleras que conducen a la planta superior del Instituto, en donde se halla nuestra imprenta. Me guio en parte por el tacto y en parte por los diferentes olores que emanan de cada rincón que encuentro a mi paso. El hedor que surge de los lavabos anuncia que he llegado a la sala de impresión.

Pero una vez aposentado en mi butaca de trabajo, se borra de mi mente toda sensación desagradable, difuminándose cualquier clase de preocupación. Lo primero que suelo hacer es repasar la labor realizada la jornada anterior, para así asegurarme de que he sido capaz de encerrar el pensamiento en el menor número posible de palabras. Es una ardua tarea, ciertamente, pero hay que aligerar la carga de quienes vayan a leernos usando sus dedos en lugar de los ojos. Nuestra empresa es maravillosa: mostrar la belleza del arte y del conocimiento a las personas invidentes.

Para mí es una experiencia inigualable. Así pues, cuando las yemas de mis dedos resbalan sobre la miríada de puntos grabados sobre el papel, siento que mi ceguera desaparece, sumergiéndose mi mente en un torrente inagotable de sensaciones y de posibilidades. Una nueva realidad aparece ante mí, llevándose lejos mis miedos.

Con una sonrisa desde mi inexpresivo rostro -así lo describen muchos de quienes me conocen-, agarro con firmeza mi punzón de talabartero y firmo por fin el libro recién terminado: Louis Braille.

Resaca aparente

Juan se despertó tarde; aunque la descomunal resaca que tenía todavía le retuvo en la cama durante un período de tiempo indeterminado. Por fin, cuando consiguió aterrizar en la realidad de su cuarto, pasó revista a los familiares objetos que le rodeaban. Todo parecía estar en su sitio, tal como lo había dejado antes de agarrar la cogorza. Pero tenía la aterradora sensación de que ALGO había cambiado. Sí, ¿pero qué?

Aún aturdido, entró en la cocina. Era 25 de diciembre, así lo reflejaba al menos el calendario de la nevera. Con la lengua convertida en un áspero estropajo y las sienes amenazando con explotarle, un buen trago de cerveza era sin duda la mejor medicina.

Resaca - Banco de fotos e imágenes de stock - iStock

Una vez estabilizados sus electrolitos, se dispuso a revisar cada rincón de la vivienda. Con la mirada enloquecida, examinó aquí y allá, abrió todos los armarios, levantó todas las alfombras… Pero, a pesar de su meticuloso registro, no había hallado en toda la casa un solo elemento navideño: ni rastro del Nacimiento, ni del engalanado abeto artificial; ni tan siquiera fue capaz de hallar la ramita de muérdago debajo de la cual, cada Navidad, Marta y él cumplían con el ritual del beso.

Una llave giró en la cerradura de la puerta. Juan corrió apresurado, besando a su mujer con pasión, como si no hubiese un mañana.

—Cariño, estoy confuso: ¿sabes dónde está el Sagrado Corazón de Jesús?

—¿¡El Sagrado Corazón de quién!? —espetó ella, perpleja.

 

Punto Jonbar:

Un día, pensando en la gran presencia de los ritos y festividades de origen católico en el seno de nuestra sociedad, me planteé lo siguiente: ¿y si Jesucristo no hubiese nacido? Y esta pregunta me llevó de una manera natural a plantearme la siguiente: ¿qué sería de nuestras vidas sin fiestas tan arraigadas como la propia Navidad? Me pareció una idea muy interesante para escribir una ucronía.

Por cierto, para este nuevo microrreto planteado por nuestro amigo y anfitrión David, no he podido evitar rescatar el micro (desarrollado para esta ocasión) que escribí coincidiendo con la publicación de mi artículo «El multiverso literario». Se trataba de un relato hiperbreve titulado «Navidad cuántica», y que usé para ejemplificar una cualquiera de las realidades alternativas que podemos crear y que, de hecho, según la física cuántica coexisten con nuestro Universo en algún lugar…

Si os interesan temas como la ucranía o la relación entre literatura fantástica y teoría cuántica, os recomiendo mi artículo «El multiverso literario», el cual fue publicado el pasado mes de diciembre en el blog de El Tintero de Oro, beneficiándose de los inestimables comentarios y aportes de nuestro amigo David.

Muchas gracias por vuestra atención.

¡Sequere me!

En esta nueva edición del concurso de El Tintero de Oro se trata de escribir un relato de un máximo de 900 palabras, donde se describa un conflicto de pareja en tono humorístico. Debo confesar que nunca he escrito un relato de humor como tal, por eso mismo estas pasadas fiestas navideñas me puse manos a la obra, esforzándome al máximo para escribir una historia lo más original posible, y que sobre todo os arrancase una sonrisa en una época tan aciaga como la que estamos viviendo. ¡Un fuerte abrazo! ¡Ah!, y como dice el título escrito en latín: ¡Sígueme!

Mañana al fin marcharemos hacia Hispania. El joven Plinio y yo nos hemos internado en las concurridas callejuelas del barrio de Regio II, convencidos de que los efluvios del vino apuntalarán nuestro valor.

A medida que avanzamos por la vía Aca Larentia, dedicada a la lupa que amamantó al fundador de Roma, contemplamos a izquierda y derecha los innumerables lupanares que al crespúsculo abren sus puertas. En cada uno de ellos, un enorme falo de color bermellón, clavado en la aldaba de la entrada, anuncia los servicios lujuriosos que allí se ofrecen.

Sprintia, las monedas sexuales de la antigua Roma.

Justo debajo del letrero donde se lee “entra, folla y regresa a tu hogar”, varias mujeres en edad y actitud de merecer, las meretrices, se exhiben con túnicas cortas de vistosos colores. Casi todas llevan el cabello teñido en tonos llamativos, pero abundan las rubias, emulando así a las atractivas esclavas oriundas de tierras lejanas. A menudo, en sus pómulos resaltan sendos coloretes de un rojo chillón, acentuando el tamaño de los ojos con un perfilador de color hollín. Atraídos como las moscas a la miel, numerosos ciudadanos se les acercan, preguntándoles el precio.

Mi asistente y yo nos miramos dubitativos por un instante, pero accedemos finalmente al interior de una taberna de aspecto acogedor.

*****

Los dos legionarios se hallaban de pie junto a un mostrador de obra en forma de ele, alrededor del cual comían y sobre todo bebían una docena de clientes, todos hombres. Incrustadas en la barra, varias vasijas de barro cobijaban las viandas que hábilmente el tabernero iba extrayendo con una especie de cucharón de madera. Se trataba sin duda del dueño del local, cuyos mofletes regordetes e incipiente calvicie le daban un aire un tanto ridículo.

—¡Cornelia! ¿Puedes mover el trasero y traer más gachas y aceitunas del almacén? ¡Estos caballeros quieren comer! –gritó el gordinflón de detrás de la barra apuntando con el cucharón hacia la pequeña puerta que había a su espalda.

—¡Oh Lucius, querido esposo! ¡Acudo presta a tu llamada como si fuese la diosa Cibeles sobre su carro! –se oyó decir con sorna desde la oscuridad.

Al cabo de un minuto, surgió de las tinieblas la figura de una bellísima matrona portando un ánfora de vino apoyada en el cuadril. Iba ataviada con una estola de color amarillo ceñida por debajo de su divino busto con un cinturón de piel. Llevaba su larga cabellera recogida en una oscura amalgama de rizos. Colgó el recipiente de un gancho que pendía del techo y, señalando hacia una de las vasijas del mostrador, increpó a su marido con sarcasmo.

¡Oh, bella Cornelia!

—¡Qué hombre! ¿No has visto que hay ahí aceitunas y gachas como para alimentar a una cohorte al completo? No, si ya lo decía mi madre: ¡Cornelia, tu esposo no tiene ni el cerebro de un niño de dos años dormido en brazos de su padre!

—¡Ah! ¿Con esas andamos, divina tabernera? ¡Pues tú lo único que haces es correr de un lado a otro, nerviosa como una rata en una olla! –farfulló el interpelado gimiendo como una bestia apaleada.

—¡Déjalo, eres como el hedor de una letrina pobre! –replicó la mujer regresando al almacén.

Mientras acontecía aquella escena, los dos soldados se desternillaban de la risa a la par que seguían las evoluciones de aquella pareja tan cómica. De pronto, el oficial sintió que una mano cálida y suave se posaba sobre su diestra acariciando su anillo de oro. Sorprendido, alzó la mirada y sus pupilas se clavaron en el rostro rutilante de una espectacular rubia que le sonreía mientras susurraba “cariño, para ti son cinco ases…”

—Plinio, ten la bondad de acompañar a esta preciosidad. Yo renuncio a tal honor por respeto a mi fiel Flavia –sentenció el tentado pagando a la prostituta.

—¡A tus órdenes, tribuno! –acató el joven legionario siguiendo a la mujer.

Caminando muy próximo a ella, se perdió entre cada una de sus mareantes curvas, desde la cabeza hasta los pies. Y al llegar al suelo, se percató de que la trabajadora del sexo estaba estampando sobre el polvo del piso, a cada paso que daba, las palabras “sequere me”, y él no estaba dispuesto a desobedecer, ni en la guerra ni ahora en el amor.

Subieron por unos estrechos peldaños hasta la segunda planta de la domus. Una vez allí, accedieron a un pequeño cubículo donde había un solitario catre por todo mobiliario. En un visto y no visto, se despojaron de sus túnicas y el soldado quedó hipnotizado contemplando aquellos pezones bañados en purpurina dorada y, más abajo, el sexo rasurado en el que la mujer se había untado un linimento que le daba un aspecto rojizo.

Los movimientos rítmicos se sucedían. El joven Plinio no pudo evitar fijar su mirada en un grafiti que quedaba justo enfrente de sus ojos y donde se leía “yo forniqué con la dueña”. Y como si hubiese sido una señal pactada, el tabernero asomó la cabeza por la cortina ahora parcialmente descorrida y apremió.

—¡Venga, Cornelia, date prisa que hay otro cliente esperando!

—¡Todo lo que dices es tan aburrido, por Hércules, que podrías cometer asesinato por monotonía! –regañó la dueña con tono de disgusto.

—Bueno, buen mozo, llegó la hora de que te derrames…

Dos hombres abandonaron la taberna.

—Tribuno, ¿quieres visitar otro establecimiento?

—No, joven Plinio, mejor será que regresemos ya al cuartel. ¡A buen seguro que los guerreros numantinos no serán tan amables!

El faro del mundo

Ante tu cuerpo vilmente mancillado, surge frente a mis ojos la imagen de un millón de papiros desollados, taladrando mi cerebro sin piedad.

La sinrazón de los fanáticos intentó acallar tu voz clarividente, pero tu magisterio hace mucho que desplegó sus alas áureas, elevándose majestuoso sobre la ignorancia del orbe.

¡Oh, la luz de tu pensamiento siempre será nuestra guía, mi bella Hipatia!

Mariposas del alma

En la mente de un niño el futuro es un sueño del que se demora en despertar. Entre los juegos y las clases en la escuela, los días transcurren felices sin mayor preocupación que la de responder con acierto a las difíciles preguntas de los maestros, aguardando con ansiedad apenas reprimida a que llegue la hora de la merienda: ese ritual incomparable que en mi infancia consistía en devorar el pan con nocilla que me preparaba mamá, mientras disfrutaba de las travesuras protagonizadas por los payasos de la tele o los personajes de Barrio Sésamo.

El profesor Alonso, tocayo del famoso hidalgo cervantino, aunque más conocido como nuestro tutor de séptimo de EGB, irrumpió en nuestras vidas como un soplo de aire fresco. Recuerdo que era un buen mozo oriundo de León, de torso y brazos musculados. Sus cabellos, negros y lacios, caían en graciosa cascada tapándole las orejas, lo cual le daba una apariencia desenfadada. Por debajo de sus redondas gafas, exhibía una sonrisa franca, nada forzada, que vertía simpatía a raudales.

Aquel añorado maestro tenía la virtud de hacer atractiva a nuestros ojos pueriles cualquier materia o concepto, aderezando la árida explicación con alguna anécdota, o bien asociando el abstracto símbolo o la insondable fórmula con una imagen amigable, con algo familiar que hiciese que aquel nuevo conocimiento echase raíces en nuestra mente, habitando allí para siempre.

Un día, en clase de matemáticas, el joven profesor decidió hablarnos del símbolo del infinito: un ocho recostado que, al parecer, no tenía ni principio ni fin. Ni corto ni perezoso, alguien le preguntó por el origen de aquel garabato tan raro. Su respuesta se me quedó grabada a fuego: “si os fijáis un poco, veréis que en realidad se trata de una mariposa que extiende sus alas al universo infinito.” ¡De todas las gargantas infantiles brotó un sonoro ooohhh!

También nos impartía la asignatura de música. Pero no nos obligaba a tocar la flauta, o mejor dicho a soplar por la boquilla emitiendo notas desafinadas que a veces se asemejaban a barritos de elefante. Lejos de aburridas clases, nos sorprendía con propuestas de lo más originales, como aquel día que yo le comenté que estaba aprendiendo a tocar la batería.

—Baldo, tráete el próximo día de clase tus baquetas. Ya verás qué cosa tan guay que vamos a hacer todos juntos…

—¿Pero debo prepararme algo? –pregunté expectante.

—¡No te preocupes, improvisaremos!  -exclamó nuestro profesor frotándose las manos vigorosamente.

Al fin llegó el gran día y nuestro director de orquesta repartió los diferentes papeles entre el improvisado elenco de músicos en que nos habíamos convertido los alumnos. A mí me tocó tomar asiento en una silla frente a todos mis compañeros. Una segunda silla hizo la función de tambor. Estaba un poco nervioso, lo cual en aquella época venía acompañado de un súbito enrojecimiento de cualquiera de mis orejas. Y esto último era lo que me provocaba la sensación más desagradable, por encima de todo.

De pronto, el maestro introdujo una cinta en el radiocasete que acostumbraba a traer para hacer la clase de música, y un ritmo hipnótico de tambores surgió de los altavoces, expandiéndose a través del aire que nos envolvía, penetrando en nuestros cuerpos, cautivos de aquella secuencia de sonidos repetitivos comparable al bombeo de un gran corazón.

—¡Baldo, sigue el ritmo con las baquetas! –ordenó el profesor Alonso al tiempo que agitaba sus brazos, dirigiendo a la supuesta orquesta.

Yo obedecí sintiendo que la emoción me embargaba.

—¡Y ahora vosotros, dad tres palmadas seguidas al compás de la música! –exclamó nuestro tutor dirigiéndose a mis compañeros.

Tuvieron que transcurrir muchos años antes de que descubriese el título de la canción que nos había inspirado aquella improvisación tan mágica, tan distinta a las aburridas clases de costumbre. Se trataba de Vuelo nocturno a Venus, del grupo alemán Boney M.

El final de aquel curso coincidió con la despedida del maestro Alonso, de quien no he vuelto a tener noticia. Ignoro si a mis entonces compañeros de colegio les sucedió lo mismo, pero lo cierto es que a mí me dejó un recuerdo imperecedero. Si tengo que explicar con palabras en qué medida influyó sobre mi personalidad, diré que las débiles orugas que hasta entonces vivían acurrucadas en los laberintos de mi cerebro por fin se desperezaron, transformándose en unas voluptuosas mariposas, de vivos colores, que emprendieron el vuelo, hacia el planeta Venus.

El oficio más bello

Como cada mañana desde hace cuatro años, salgo del cuchitril donde duermo y gateo por las carcomidas escaleras que conducen a la planta superior del Instituto, en donde se halla nuestra imprenta. Me guio en parte por el tacto y en parte por los diferentes olores que emanan de cada rincón que encuentro a mi paso. El hedor que surge de los lavabos anuncia que he llegado a la sala de impresión.

Pero una vez aposentado en mi butaca de trabajo, se borra de mi mente toda sensación desagradable, difuminándose cualquier clase de preocupación. Lo primero que suelo hacer es repasar la labor realizada la jornada anterior, para así asegurarme de que he sido capaz de encerrar el pensamiento en el menor número posible de palabras. Es una ardua tarea, ciertamente, pero hay que aligerar la carga de quienes vayan a leernos usando sus dedos en lugar de los ojos. Nuestra empresa es maravillosa: mostrar la belleza del arte y del conocimiento a las personas invidentes.

Para mí es una experiencia inigualable. Así pues, cuando las yemas de mis dedos resbalan sobre la miriada de puntos grabados sobre el papel, siento que mi ceguera desaparece, sumergiéndose mi mente en un torrente inagotable de sensaciones y de posibilidades. Una nueva realidad aparece ante mí, llevándose lejos mis miedos.

Con una sonrisa desde mi inexpresivo rostro -así lo describen muchos de quienes me conocen-, agarro con firmeza mi punzón de talabartero y firmo por fin el libro recien terminado: Louis Braille.

Esperando a Luisito

La primera noche

La luz del candil se había extinguido, y el prisionero se estremeció bajo la manta que aquel soldado tan joven y guapo le había entregado junto a otros objetos de primera necesidad. Era pleno verano, pero sentía un frío primitivo, que se adhería a su alma como una máscara funeraria.

—Me dijo que se llamaba Bene. Sí, de benefactor… –susurró a la vez que esbozaba una leve sonrisa.

El desangelado cuarto donde iba a pasar aquella primera noche estaba ahora en penumbra. Por el estrecho ventanuco tan solo se abría paso un fino haz de luz, con el que su hermana Luna pretendía hacerle un poco de compañía. “Luna lunera”, pensó el infeliz con un nudo en la garganta.

Afinó la vista y sobre la vetusta mesa de madera vislumbró el redondo contorno de la tartera de la vieja criada. En su interior, media tortilla de patatas enviaba mensajes en clave a su vacío estómago, pero lo tenía cerrado a cal y canto.

—¡Señorito, coma algo, que se va a quedar chupado como un pirulí! –había exclamado sonriendo la entrañable criada con gesto forzado.

—Como un pirulí pirulado –había respondido el recluso haciendo una mueca burlona y guiñándole un ojo.

Y entonces, acurrucándose sobre el duro catre, se preguntó a sí mismo por enésima vez por qué aún no había hecho acto de presencia su amigo Luis; aunque para él siempre sería Luisito, su compañero de letras y hermano del alma. ¿Dónde te has metido? ¿Por qué no vienes a rescatarme enarbolando tu espada hecha de magia y versos?, cavilaba el cautivo al tiempo que humedecía la porción de manta con la que se cubría el rostro. Pero pronto tuvo que asumir que aquella noche no sería liberado.

La impenetrable oscuridad se había enseñoreado de los campos circundantes, arropando con su manto negro a los somnolientos olivos y a los bueyes rojos. Mientras tanto, en el interior de la celda, una especie de remordimiento había anidado en el corazón del prisionero, abriéndose paso entre su sangre y sus recuerdos. Con infinito desasosiego, se reprochaba el no haber sido un buen vecino. No, no se debe esparcir a los cuatro vientos las miserias que habitan entre las cuatro paredes de casas ajenas, por mucho que se crea que con ello se está ayudando a que muchas mujeres se liberen del yugo del luto y de mil otras tradiciones castrantes.

Agotado por aquellos pensamientos que pesaban como una losa sobre su conciencia, al fin el pobre desdichado se quedó dormido, dejándose arrullar por las felices imágenes de su infancia, tan lejana ahora, así como por aquellas hermosas canciones que su madre le enseñara. Giró sobre sí mismo y suspiró esperanzado en que el nuevo amanecer le traería a su querido amigo Luisito, su libertador.

Una carta a la esperanza

La mañana ya estaba bastante avanzada. Dos rayos de sol, cual cálidos dedos, acariciaban sus párpados aún cerrados. “Capitán redondo, lleva un chaleco de raso”, recitó el recluso desperezándose, con las extremidades entumecidas.

Más tarde, decidió asearse usando para ello la pequeña palangana que estaba apoyada sobre la pared. Quería estar presentable para cuando llegase su compadre. Estaba peinando sus cabellos azabaches cuando vio reflejada en el espejo una figura que le observaba atentamente. Se trataba sin duda de un guardia civil, acompañado de su tricornio incrustado en el cráneo de plomo, y exhibiendo un generoso mostacho.

—¿Quién es usted? –preguntó nuestro amigo visiblemente asustado.

—No soy nadie en particular. ¿Quiere que le entregue una carta suya a algún familiar, quizá a sus padres? –inquirió aquel siniestro personaje con su porte imperturbable.

El prisionero asintió con la cabeza y le alargó un cigarrillo.

—Gracias, no fumo estando de servicio. Yo mismo llevaré la carta a la dirección que usted me indique, pero le ayudaría mucho hacer un donativo a la Guardia Civil.

—¿Mil pesetas sería una cantidad adecuada?

—Correcto –dijo el individuo con rictus serio.

—Está bien, pero haga el favor de entregarle la misiva personalmente a… Luis Rosales –respondió al fin con ojos brillantes.

Al abandonar la celda, el guardia civil leyó lo siguiente:

Querido Luisito: estoy recluido desde ayer en una celda en la Gobernación Civil. No sé por qué estoy aquí. Ven a sacarme de este lugar horroroso, por lo que más quieras. Entrégale mil pesetas al portador de esta carta como donativo a la Guardia Civil. Un abrazo de tu amigo.

Las horas transcurrían en lenta procesión y la desesperación del cautivo se acrecentaba. Al final, sabedor de que nadie vendría en su ayuda se puso a maldecir.

—¡Luisito, maldito putrefacto! ¡Maldito!

—¡Qué coño está pasando ahí dentro! –bramó alguien al otro lado de la puerta.

Un grupo de falangistas irrumpieron en el cuarto.

—¡Venga, su nombre! –gritó el uniformado más próximo apremiándole.

—Fede, Federico García Lorca –respondió el poeta con voz temblorosa.

—¡Arreando, que es gerundio! –le espetó uno de los camisas azules golpeándole ligeramente con la culata de su máuser.

Ya de madrugada, un lujoso Hispano-Suiza atravesaba a gran velocidad las desiertas calles de Granada. En su interior, sentado en los asientos traseros, Federico contemplaba los altos balcones de las casas, envidiando el plácido sueño de sus moradores. Camino de un futuro incierto, preñado de negros nubarrones, se sorprendió de pronto canturreando entre dientes aquello de Anda jaleo, jaleo. Anda jaleo, jaleo. Ya se acabó el alboroto. Y vamos al tiroteo…

FIN

En memoria del inmortal poeta granadino, me complace compartir con vosotros Anda jaleo (1931), uno de los grandes éxitos musicales de Federico García Lorca. Espero que os guste.

Último recurso

Aún dura este siglo de pleno verano. Si nada lo impide, la pertinaz sequía acabará con la vida sobre la faz de la Tierra. Lo hemos probado todo: la desalinización del agua de mares y océanos, las lluvias artificiales, e incluso la importación de agua procedente de los casquetes polares de Marte. Sin embargo, las reservas de agua se agotan…

Parece ser que el ángel exterminador ha optado por matarnos de sed. Pero quizá haya una última esperanza. La sola idea de recurrir a esa solución nos hiela la sangre, mas la certeza de una muerte agónica nos obliga a actuar a la desesperada.

Un equipo de expertos nos desplazamos hasta el lugar donde se halla una especie de urna helada, en cuyo interior yace la criatura más monstruosa que la mente humana pueda imaginar. Su horrible imagen me recuerda a la de un demonio expulsado de la zona más profunda y sombría del mismo Hades. Es cierto que de sus entrañas puede surgir la salvación para la Humanidad, pues se cree que pertenece a una civilización mucho más avanzada que la nuestra. No obstante, no puedo evitar que mi alma se inunde de terror cuando comenzamos a romper el hielo.

Continuará…

Como un demonio expulsado de la zona más profunda y sombría del mismo Hades...

Como un demonio expulsado de la zona más profunda y sombría del mismo Hades…